las vidas mestizas//





Aquel día que volví de Barcelona pensé en las formas inesperadas en que las vidas mestizas se interconectan. 

Los primeros días me quedé en casa de mi amiga Andre, en la Barceloneta. El día antes de mudarme a mi otro barrio catalán, como es mi costumbre nómade de visita en la ciudad, aproveché para ir a una peluquería para "hombres", barberia le dicen aquí en Italia. Quería solo raparme un lado de la cabeza, y entonces me dije, para qué voy a ir a una peluquería de esas que salen más de treinta euros. Al entrar vi dos muchachos jóvenes con cortes de pelo como el mío, me sumergí en los colores estridentes y el sonido de la música desconocida que reconocí como de idioma arabe con una base latina, un ritmo mestizo. Sin lugar a dudas me resultó agradable, incluso familiar.

Me saludó uno de los dos muchachos y me hizo sentar. Él, José, un colombiano que después de confirmar mi acento en las dos primeras palabras que dije, se pegó a mi argentinidad y empezó a relatar las peripecias de su vida en Barcelona asumiendo la complicidad latina. No tuvo reparos en contarme que era nuevo en la ciudad y que se había peleado con la familia cubana con la que vivía antes de mudarse a su casa actual donde se sentía mucho mejor. 

Me dijo con aplomo que la vida migrante era dura, que había llegado hace cuatro meses y que su familia era de Medellín. Le conté que vivía en Italia y me preguntó cómo era buscar trabajo allí. Me dio vergüenza contarle que había ganado una beca de doctorado y que sin embargo no me reconozco la mayoría del tiempo ni afortunada ni feliz por ello, extraño mi país todos los inviernos y también echo de menos mis otras angustias, las del Sur. 

Sin referirme al contrato precario de doctoranda, le hablé de mi trabajo anterior como educadora social en el sistema de acogida a personas refugiadas y demandantes de protección internacional. Nos reímos por alguna nimiedad, nos leímos sin muchas palabras, nos compartimos las vulnerabilidades, nos entendimos sobre la "dureza" del migrar, hablando de nosotres, de las pibas adolescentes de la comunità con quienes escuchaba musica como la de la peluquería. No había necesidad de explicarnos, incluso hablando de experiencias diversas, sin una linealidad argumentativa, estábamos hablando la misma lengua. 

Seis días después me encontré con Dhouha, una de las ragazze de Tunez que vivía en la casa de acogida para refugiadas menores de edad -no acompañadas- que fue una de las sedes de mi ultimo trabajo en noviembre del año pasado. Dhouha escuchaba musica como la que había elegido José para su trabajo de retocar cabelleras. Me topé con ella casi sin registrarlo, mientras miraba el cielo de la ciudad del nord donde vivo hace más de tres años, cerca de la stazione centrale di Bologna. Le hablé en español, porque recién llegaba de Barcelona y estaba confundida, y addormentata. Y aunque ella aprendió el italiano para sobrevivir, me entendió de todas formas, y con los ojos tristes y misteriosos me devolvió el saludo con un gesto que no lleva exclusividad idiomatica. 

Dhouha, que me cocinó un plato típico bien picante con exultante alegría por compartir sus saberes culinarios no europeos, quien me enseñó que las tunecinas son guerreras fuertes, en las buenas y en las malas, por las buenas y por las malas, de piel trigueña, manos ya resquebrajadas por el lavoro in cucina, tanta energía vital, aunque sus ojos mestizos siempre seguirán emanando un dejo de tristeza. 

Unas hora antes, en el avión low coast que me trajo a Bologna, sentado a mi lado un tipo de barba candado y gorra gris gastada, muy alto y robusto, me incomodaba. No entrábamos en la misma hilera de asientos. Yo veía que me prestaba atención de un modo extraño, lo vigilaba con el rabillo del ojo. Inmediatamente pensé que era un gesto de acoso, pero sin embargo había algo de ternura y tristeza en su mirada, que solo veía parcialmente. 

Cuando saqué unos sanguchitos de miga que había comprado en la panadería argentina la mañana previa a irme de Barcelona -siempre los extraño aunque vivo en Italia y sus originales tramezzini me acompañan-, sentí que su mirada se acercaba. Sin embargo él no se había movido. En una pausa de mi masticar pronunció las palabras mágicas: me preguntó si era argentina. Y aunque escuché su acento familiar, no me di cuenta rápidamente que era mendocino, como mi amiga artista Luciana o mi hermano de juegos con almohadones y dominguicidios, tocayo de signo zodiacal, el Lean.

Me dijo que se llamaba Hugo y que la vida de migrante era dura, repitió un movimiento con la cabeza idéntico al gesto del colombiano José. Me dijo que había conocido el hambre y que había dormido en la calle en Barna, me preguntó si vivía sola en Bologna. Le dije que sí, preguntándome qué significaba esa respuesta, o mejor dicho, respondiéndolo como sabiendo que se refería al no vivir cerca de mi familia argentina de origen. Hugo se refería al estar sola por no tener vínculos de sangre acá, las relaciones más primarias, la sangre que bombea el corazón, y también la destruye. 

Hugo me miró con pena, me dijo con orgullo que él estaba acompañado, "me traje a toda la familia el año pasado", a su madre, sus hermanos y sus sobrinxs. Había venido a laburar a Bologna por un día, en una empresa que instalaba puestos o stands, no le entendí bien, pero ya sentía su cansancio porque tenía que trabajar toda la noche, diferente al mío por venir de talleres, abrazos y trasnochadas después de cuatro días de un congreso de economia feminista en la Nau Bostik. Decidí no preguntarle cómo se llamaba la empresa, ni cuál era su misión estratégica, nuestros cansancios eran distintos pero a ambos nos emocionaban. Decidí retener la información más relevante, que ahora estaba contento porque, después de dos años, se sentía más tranquilo con este trabajo y qué bueno que le pagaban los viajes y "todo incluido". 

Volvimos a los sanguchitos de miga, le conté que los había comprado esa mañana cerca de la Sagrada Familia, para sentirme un poco más cerca de casa, porque aunque me encanta la comida italiana, extraño mucho las facturas y los sanguchitos -ya lo dije, lo sé-. Hugo me aseguró que hace asado todos los fines de semana. Su cuerpo gimió de placer solo al pronunciar esas ultimas seis palabras. Lo envidié un poco. Y quise que me invitara a esos eventos familiares en el pueblito de las afueras de Girona, donde ahora se había mudado con toda la manada, porque vivir en Barcelona sería imposible.

Saliendo del aeropuerto nos saludamos mientras él esperaba su valija y yo pasaba rapidito por el cartel que me hace sentir en mi casa italiana "Bologna, la città del parmeggiano reggiano". Me llamó con la mano y al acercarme me preguntó si me molestaba que nos pasáramos los teléfonos. Le di mi número sin pensarlo y le dije que si necesitaba algo en Bologna no dudara en escribirme.

Todavía me siento culpable por no haberle pedido yo también su número de telefono. Una pregunta se repite en mi cabeza desde entonces: ¿cómo voy a hacer la próxima vez que vaya a Barcelona para compartir ese asado cuyano? /Lo digo con la sh de mi amiga Florencia. /

"Me voy a acordar de vos", le había dicho mientras me daba la vuelta para despedirlo. "Hugo, como mi tío". Recuerdo su sonrisa tierna y generosa como respuesta, su piel mestiza quebrarle los ojos. Mi tío Hugo, mi tío ausente, pensé mientras caminaba ya alejándome. El Hugo que vive en las afueras de la Ciudad de Buenos Aires, al que no visitaba incluso viviendo cerca, a solo cincuenta kilómetros de distancia de mi casa platense. ¿Cómo era eso de vivir sola en Europa, y la pregunta por la familia de/el origen? 

Mi tío ausente como la ausencia del mensaje del Hugo mendocino. Todavía espero el mensaje de Hugo. 

[¿Se puede ausentar la ausencia?]


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